Don Cruz, el pescador tuerto, asegura que el viejo Juancho no vio venir a la muerte. Sin embargo, rascándose la crecida barba, vacilante, comenta: "A lo mejor le dio tiempo de verle la cara..."
Relata que la tarascada del mar fue brutal; más brutal que el coletazo de la tintorera que le dejó el ojo colgando de una cuenca vacía. Que primero se escuchó una terrible explosión y después la cresta de una ola colosal barrió la atalaya de Juancho. La marejada se levantó tan violenta como en días de huracán. Con furia se llevó los despojos del infeliz y los enterró en sus abismos. Jamás los devolvió.
En las cantinas del pueblo se dice que el mar se lo tragó como la anaconda se traga un venado; por eso sus restos nunca volverán a ver la luz del sol. "De que vino por él, vino; de eso ni duda cabe. Afortunado, el viejo. ¿Por qué? Porque tuvo defunción fulminante. Un marrazo ¡y ya está! Sí, el mar le trató bien. A otros, en cambio, les atormenta hasta exprimirles la razón"...
Don Cruz, con el pitillo de hoja aprisionado entre los dientes quebrados y amarillentos, confirma: "¡Envidia de muerte! Así, hasta se disfruta. ¡Qué chula forma de irse! Ni la esperas ni te enteras; no hay dolor ni sufrimiento. No hay agonía; ni para ti ni para los tuyos. Rápido, sin aviso. Cuando un soplido apaga la vela, así se apagó la vida de Juancho. Tras el apagón, silencio para su alma, resignación para los deudos. ¿No te gustaría morirte así?
En su diario narrar, el pescador refiere que el hoy occiso todas las mañanas amanecía de pie en la punta del rompeolas. Ahí, sereno, se estaba el día entero refrescándose con la cascada de espuma blanca que se elevaba a las alturas, luego de que la cresta se estrellaba en la barrera rocosa. Sí, ahí se estaba, empapado hasta los huesos, viendo el horizonte, como embarcando los pensamientos. De frente al oleaje, contaba una a una las marejadas hasta descubrir la grande. Entonces levantaba el rostro al cielo, abría los brazos en cruz y se abandonaba al torrente de agua salada. Así, todas las horas, todos los días, surtidor tras surtidor de olas que se disolvían buscando su presa y él buscando disolver sus tormentos...
Con extrañeza hace confesión de que nadie supo de dónde vino Juancho. Si arrastraba pasado o amores enterrados. Si le dolían las pasiones o las ahogaba como un náufrago ahoga los rencores. Nunca nadie conoció de sus ayeres. De pronto llegó como un perro sarnoso: con hambre de condena y sed de aguardiente. En sus borracheras se presentía como hombre de mar, pero jamás empuñó timón ni levantó vela. Él y su exilio, en el rompeolas, enfrentaban a sus fantasmas. Después, en los andares por panteones y prostíbulos, repetía como rueda de molino: "El mar es el mejor confidente porque sabe escuchar sin traicionar".
Ante el misterio, le colgaron un rosario de leyendas a su deshilachada figura. Pero de que traía la muerte cosida a su cuerpo, la traía. Las comadres del mercado aventuraban: "Quien hace amistad con él, al ratito se muere; debe traer el diablo enredado en las tripas". Y quizás sí. Por eso se volvió peregrino sin rumbo, cargando un camposanto a cuestas; padres, tíos, primos, hermanos, amigos y hasta la amada esposa, a lo mejor le reclamaban la vida. ¿Y si no, por qué tanta sufrida penitencia?
Además, ¿de dónde sacaba las monedas para tanto alcohol? Otro entresijo sin respuesta, pero que espantaba. No mendingaba y menos aún trabajaba. ¿Entonces..? Ahí, frente a la botella, no hablaba, sólo se tambaleaba como un péndulo perpetuo.
-¿Cómo imaginarlo? –recuerda don Cruz, mientras que sus manos callosas remiendan los agotados chinchorros–. Tan sólo allá se le veía sonriente y tranquilo. Disfrutando el embrujo de la vida; desatando las memorias prisioneras, liberando los sentimientos contenidos, hundiendo las nostalgias dolorosas. De pronto se distrajo. ¿Un instante? Qué digo, ¡menos! Fue tarde. Desde aquí, todos vimos al mar abrir su mortaja ¡Espantosa la profundidad de sus entrañas! Y él ni en cuenta. Entonces, el monstruo se levantó, golpeó y de una cuchillada barrió el rompeolas. El pobre hombre desapareció..No hubo misa de muertos; menos velatorio o funeral. ¿Con qué cuerpo, pues? Sólo don Cruz arrojó un puñado de gladiolos blancos en la atalaya del vagabundo. Después, en la casa de la víctima se encontró una carta. Estaba fechada días atrás. Elena, la prima del edil, la leyó, porque era la única que tenía el abecedario en la boca. Y todos escuchando, al fin comprendieron al finado.
De puño y letra, escribió:"Tengo una cita contigo mar, pero en mi agenda todavía no hay fecha escrita...
Nos conocemos hace mucho tiempo. Desde el primer encuentro golpeaste mi asombro. Aquella tarde de cielo encapotado y pertinaz aguacero, atrapaste mi corazón guerrero y me invitaste a desafiar tu gran poder. A partir de entonces, un fragor embriagante, una batalla interminable se desató en mi vida: una y mil veces romper tus olas, montar tus crestas, resistir tus resacas. ¡Por Dios, cuánta conmoción! ¡Cuánto rebullir acumulado!
Y tú mar, tolerante, por largo tiempo consentiste mi juvenil frenesí. Largos años fuiste rey noble regalándome mareas y mareas de placer. Sin embargo, el tiempo se agota. ¿Cómo encararte hoy como ayer, cuando ya arrastro un cuerpo cansado y tanta tortura almacenada? Mi insensatez de comportarme joven cuando ya soy viejo, dos veces has perdonado. La primera, mi soberbia castigando; la segunda, mi estupidez ahogando.
En ambas ocasiones, me devolviste la vida. ¿Por qué? ¿Por la paz que calma mi delirio, al ser testigo mudo de tu inmensa majestad? ¿Por la inexpresable emoción que disfruto al ser atropellado por tu fuerza arrolladora? ¿Por el endiablado miedo que experimento al sumergirme bajo tus rugientes avalanchas de agua? ¿Por el bienestar que me invade horadar tu reino? ¿Es por ello que me has indultado?
Tras cada advertencia, huía; te evadía refugiándome tierra adentro. Lejos de tus costas no podías descubrir mis miedos; ni tampoco saber de mis vigilias con la sombra de la muerte velándome. Imposible, pues, regresar sin provocarte, porque sin avivar mi ansiedad, tú no serías mar. Absurdo, pues, dar albergue a la indiferencia.
¡Sea! Porque te conozco y me conozco, posponía el nuevo encuentro.Ahora querido amigo, mi único amigo, sin pretenderlo siquiera, he arribado a tus playas para quedarme a tu lado; un día tras otro; un mes tras otro mes; un año y quizá otro también. ¿Puedes creerlo? ¿Puedes creer que tu brisa todavía consuela mi soledad y alimenta mi espíritu?
Ayer me refresqué en el azul pálido de tus aguas. No quise despertarte ni incitarte. Te temo y te respeto; no más juegos ni desafíos ni necias temeridades. Concédeme una tregua para proseguir abismándome, con humildad, en tu seno. Ya soy hombre grande. Quizá me resta poco respiro; déjame agotarlo contigo.
Sin embargo, no olvido que tenemos una cita. La tercera vez será la vencida; no perdonarás. Los dos lo sabemos, ¿no es cierto? Mientras, no te impacientes mar. Aguarda un poco más; no me arrebates la dicha nueva de contemplarte en cada naciente amanecer, porque me decisión final de anidar en ti, ya está tomada".
No había firma al calce. Quizá la huella de una lágrima...
Don Cruz se arranca el parche de pirata y se rasca la cuenca reseca. Desconsolado, prende un pitillo más. De la bolsa del pantalón saca la carta marchita. Guarda silencio; suspira, la mira y la juega con sus dedos llagados. Después, renegando, concluye: "¡Ay Juancho, bien sabías que el mar no conoce de agendas!"
Autor: José Dávila Arellano